La Quincena Musical de San Sebastián se precia de ser el festival más antiguo de España. Este año celebra su edición 86ª, confirmando que es un anciano venerable que, como tal, se mueve procurando que el esfuerzo sea el justo y el rendimiento máximo. Entre las acciones más ambiciosas de la programación de este año se encuentra la clausura con un doble concierto de la también veterana Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig , que visita por primera vez Donostia, dirigida por su titular Andris Nelsons (Riga, 1978). Fundada en 1743, es considerada la orquesta civil más antigua del mundo. En el ambiente de la música clásica, al pedigrí, a la experiencia y al conocimiento heredado se le atribuyen buenos resultados artísticas, de manera que conviene fijarse en su arraigada entidad, con presencia destacada de los vientos, muy activos, sobre el soporte de una cuerda sólida moderadamente apoyada en el grave. Pervive un color singular, de armónicos potentes: una mixtura particularmente penetrante. Andris Nelsons es Gewandhauskapellmeister de la orquesta de Leipzig desde hace siete años y alterna el puesto con la titularidad de la Sinfónica de Boston , con la que mira al futuro relajadamente desde que negoció la prórroga automática de su contrato. Nelsons sufrió una transformación física sorprendente tras haberse sometido a un régimen severo de adelgazamiento, sin disminuir su entrega al trabajo. En los últimos años se ha convertido en uno de los directores más ocupados del mundo por el número de conciertos dirigidos, lo que resulta sorprendente cuando se ve el andar fatigoso con el que se presenta en el escenario. Nelsons aparece retraído (se ve claramente en los saludos finales al público), modesto y educado ante sus músicos (lo demuestra dando la mano reiteradamente al concertino, a su ayudante, incluso a los primeros atriles de la cuerda); en ocasiones carga de prudencia la interpretación mientras apoya el cuerpo en la barra superior trasera de la tarima e incluso, en un gesto muy suyo, la sujeta con la mano izquierda mientras la derecha marca, batuta en mano que deja en el atril ante aquellas obras más expresivas. No es un director de emociones fáciles o inmediatas, se expresa con una emotividad ajustada , aunque la realización sea admirable, se abra a dinámicas extremas y alcance los puntos culminantes con superioridad. Al Nelsons más conformista hay que atribuirle la interpretación simplemente suficiente del 'Cantus in memory of Benjamin Britten' de Arvo Pärt , y el acompañamiento del 'Concierto para violín' de Dvorák . A pesar de los muchísimos seguidores que se entregan a su hechizo hipnotizador, la música de Pärt tiene desde hace años un interés limitado. Teniendo en cuenta la postura poco comprometida de Nelsons, la inclusión de esta obra en el programa tuvo carácter estrictamente telonero. El 'Cantus' es de 1977, y surgió ante la 'inusual pureza' de la música de Benjamin Britten , muerto poco antes. Por su parte el concierto de Dvorák contó con la participación de la violinista alemana Isabelle Faust , sustituyendo a Hilary Hahn todavía convaleciente de la doble lesión en el nervio de una mano que le retiró de los escenarios hace un año. En origen, la partitura fue entregada por el autor al violinista Joseph Joachim , quien le vio defectos, de manera que la obra estuvo rebotando entre el intérprete y el compositor en sucesivas revisiones que acabaron por configurar un total demasiado disperso, largo y algo pesante. La violinista Isabelle Faust, que es una intérprete de sutilezas, guarda esta obra entre los hitos de su carrera desde que la grabara en 2003. La interpretación en Donostia puso de manifiesto su sonido redondo y recogido, su buen gusto y la agilidad técnica como elementos sobre los que sostener una interpretación que comenzó de forma insípida y fue, poco a poco, cargándose de razones. Al Nelsons más brillante, al director enérgico, rico en matices y cerebralmente sistemático hay que atribuirle la interpretación del resto de las obras anunciadas: la segunda sinfonía de Sibelius en el primer programa y la quinta, 'La reforma', de Mendelssohn, en el segundo. Nelsons es en este punto indisociable de la orquesta de la Gewandhaus de Leipzig y de la manera muy especial en la que se genera una textura con una muy singular superposición de planos, lo que en el último movimiento de la sinfonía mendelssohniana alcanzó una sonoridad cuasi organística. La presencia de distintos corales en una obra pensada para el tricentenario de las 'confesiones de Augsburgo' de Martin Lutero refuerza la idea, que también estuvo muy presente en la sinfonía de Sibelius , tan lejos de la narración programática que tantas veces se le atribuye, y tan cercana a una artesanal generación de distintas células que acaban por fundirse en entidades melódicas concretas. Todo ello alcanzó el destino final en la interpretación de 'Un réquiem alemán' de Brahms junto al Orfeón Donostiarra , la soprano Julia Kleiter y el barítono Christian Gerhaher . Sentado, a veces apoyado en una silla alta, Nelsons concedió a esta partitura una importancia singular buscando el encuentro con el orfeón, en esta ocasión preparado por el director Esteban Urzelai . La agrupación donostiarra preserva un color particular, muy acorde con una emisión natural con capacidad para penetrar (muy propio de la agrupación) en pianísimos casi inaudibles (el mismo arranque de la obra fue revelador, cuando todavía se estaban conociendo coro y orquesta) y grandiosas manifestaciones (el tercer movimiento lo demostró). Es más poderoso el registro agudo que el grave a cargo de los hombres, en curiosa consonancia con la columna sonora de la propia orquesta, lo que promovió una interpretación elevada, cercana a la luz como elemento dialéctico frente al sentido oscuro y dramático de la partitura. Nelsons concedió momentos personales, como el segundo movimiento, 'Denn alles Fleisch es ist wie Gras', muy lento hasta desembocar en amplias oleadas orquestales; la versión, sin embargo, cuidó las formas antes que la expansión emocional construyéndose con la ayuda incondicional del concertino implicado de manera gestualmente muy activa en la interpretación. La gran ovación final, grande sin duda aunque no explosiva, se mezcló con los muchos espectadores que salieron rápidamente de la sala, quizá sorprendidos por la duración del concierto que alcanzó las dos horas y cuarto. 'Un réquiem alemán' contó con la presencia del soberbio Christian Gerhaher , quien tras permanecer sentado durante la obra y sin apenas mover un músculo, se levantó para proyectar sobre la sala 'Herr, lehre doch mir' como si fuera un clamor desde el púlpito. El tercer movimiento de la obra se convirtió así en un eje decisivo, por la manera en la que se construyó y por la muy cuidada colaboración del coro y la orquesta en la parte fugada. Por su parte, a la soprano Julia Kleiter le pilló su parte, el quinto movimiento 'Ihr habt nun Traurigkeit', con la voz algo fría y aunque se impuso con autoridad, mantuvo una expresión tirante. Tras los dos conciertos donostiarras, Nelsons y la Gewandhaus de Leipzig partieron desde San Sebastián al Festival Internacional de Santander para cerrar igualmente la edición de este año. La colaboración entre ambos festivales sigue activa como seña de identidad cantábrica: las dos citas musicales con las que se clausura oficiosamente la temporada musical de verano.
La palabra ' verano ', del latín veranum tempum significa tiempo primaveral o estación cálida. Como en España somos mucho de formar verbos con sufijos a partir de sustantivos, así en plan a lo loco, utilizamos ' veranear ' en el sentido de 'pasar tiempo en' o 'hacer vida en verano'. Después de observar con nítida atención las distintas formas de veraneo de los españoles, he llegado a la conclusión de que lo mejor es veranear en invierno y destrozar, al toque, toda esta etimología antropológica de nuestros significados. Veranear en verano es, por tanto, una insensatez propia de una raza camino de extinguirse. La nuestra sí. Hemos comprobado que viajar en avión es lo más parecido a entrar en un corral para que nos pongan un crotal en la oreja. Desplazarse en tren es una osadía si uno pretende llegar puntual (o llegar a secas), a un destino estival. Lo de los cruceros es la verdadera pesadilla en Elm Street, versión traje de baño. Y ha quedado más que demostrado que, en orden de peligrosidad y amenaza de muerte perpetua, los grupos más peligrosos a los que el ser humano se enfrenta son los Jemeres Rojos de Camboya, el Estado Islámico y los conductores de autocaravanas. Les pido encarecidamente que no abran el melón de mantener una discusión con ellos. Por su integridad, seguridad y por la de los suyos. Veranear en el pueblo es volver a cuando nada dolía, sólo en caso de haber tenido un pasado por esas zonas en las que ahora se denuncia a la mínima si se oye un cencerro, una motosierra (¡cuidado!: será de un conductor de autocaravana ) o el sonido de las campanas de la torre vieja de la iglesia. Del mismo modo que tratar de pasar las vacaciones en un hotel Todo Incluido, incluye, principalmente, jugarte la vida por una hamaca de la piscina o llevarse dos leches por coger el último trozo de pizza en el bufé de turno. De este modo, creo que la mejor manera de veranear a partir del junio que viene es la de no hacerlo y revelarnos contra todo lo que somos. Porque veranear no es un acto sino un estado de ánimo, un carácter, una forma de vida. Y hacerlo a la contra es la mejor manera de no perder los nervios, la cordura y, por ende, la esperanza de vida. El hombre moderno ya no se conforma con mandar sobre su reloj. También quiere mandar sobre el clima. Y como no puede prohibirle al invierno que haga frío, decide prohibirse a sí mismo sentirlo. Así surge el fenómeno de veranear en invierno, que es, en realidad, el último grito de la civilización: un agosto portátil que se saca de la maleta en cualquier mes del año y consigue todo lo que en verano es imposible: sitio, calma, serenidad y buenos precios. Los veraneantes invernales se reconocen fácilmente. En enero, mientras los demás parecen cebollas envueltas en siete capas de ropa, ellos se presentan en el aeropuerto con chanclas , gafas de sol y una sonrisa que ya es casi una ofensa pública. El invierno no les molesta: simplemente lo ignoran, como si fuera un mal vecino al que se saluda con desdén en la escalera o una llamada de esas de publicidad que llevan prohibidas tanto tiempo que se nos ha olvidado que son un delito. Lo más curioso es que estos turistas no viajan en busca del calor. Viajan en busca de envidia. Quieren regresar a la oficina con esa calma de catálogo que nadie consigue en Madrid a finales de febrero, salvo que se encuentre de vacaciones. En el fondo, veranear en invierno funciona como un certificado de superioridad moral: «Mientras ustedes sufrían heladas, yo estaba en mi casa mirando por la ventana». El espectáculo continúa en los hoteles de destino. Allí se hace el ingreso con una paz casi científica, convencidos de que el sol es una sustancia perecedera que no se debe consumir salvo que no esté pagando una condena por triple asesinato. Naturalmente, veranear en invierno tiene sus imitadores caseros. Hay quien, demasiado prudente para gastar en vuelos, monta su propio trópico particular en el salón. Suben la calefacción a treinta grados, se visten con bañador, abren una cerveza y sueñan con que las cortinas son palmeras. La diferencia es que las palmeras no huelen a suavizante y que el ventilador nunca tuvo la dignidad de una brisa marina pero funciona para el que se lo gasta y con eso es más que suficiente. Al final, todo esto demuestra lo mismo: no se viaja por necesidad, se viaja por prestigio. El verano, en su momento natural, siempre nos aburre un poco. Pero el verano en invierno nos da un aire de privilegio, de desafío, de pequeña victoria contra la rutina. Por eso, quien veranea en julio es un ciudadano normal, y quien veranea en enero es casi un héroe. Un héroe que, dicho sea de paso, volverá resfriado en el primer avión de regreso porque para estar bien del todo hay que estar un poco jodido, un poco mal. No se puede tener la pésima educación de ir por la vida sonriendo como si todo fuera bien. Irse de vacaciones en enero o febrero tiene la gran ventaja de que uno no necesita compartir la playa con el vecino, ni con la familia del vecino, ni con los tres millones de turistas que, en julio, se instalan en la arena como si fueran colonos. En febrero, la playa está tan desierta que el bañista puede elegir entre tumbarse junto al mar, en medio del paseo marítimo o, si le apetece, directamente en la recepción del hotel. Todo es suyo: el mar, el sol y hasta el camarero, que por fin sirve un café sin la desesperación de quien atiende a quinientos clientes al mismo tiempo. La otra ventaja es que, mientras en julio el calor derrite la voluntad de cualquiera y convierte cada excursión en una penitencia, en febrero uno vive la playa con la alegría de lo improbable. El simple hecho de bañarse en pleno invierno da un prestigio social incalculable: no es lo mismo contar que uno pasó las vacaciones en la Costa del Sol que explicar, con aire distraído, que se tomó un chapuzón en el Cantábrico para escapar un poco del frío. En el fondo, se trata de un veraneo con valor añadido: además de descansar, sirve para humillar al prójimo. Así que, queridos lectores, si ustedes tienen la opción de «inveranear» les invito a que lo hagan sin duda alguna. Inveranear, como forma de vida.