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Terrazas del Rodeo

ABC - Historia

Historia
  • Considerada como uno de los mayores desastres militares británicos de la historia británica, la retirada de Kabul ( Afganistán ) que culminó en la batalla de Gandamak en enero de 1842 fue una hecatombe sin precedentes . Ante la insurrección de las tribus afganas, unas 16.000 personas, entre militares del Imperio y de la Compañía de las Indias Orientales, civiles e indios y cipayos, abandonaron en pleno invierno la capital para tratar de alcanzar Jalalabad. Comandados por el general William Elphinstone, aquella columna sufrió el azote de las nieves y el frío y el hostigamiento constante de las partidas tribales. Su resistencia final tuvo lugar a las afueras de Gandamak en una última contienda trágica. Solo unos cipayos y un europeo, el cirujano William Brydon, alcanzaron su destino. Otros supervivientes, presos, fueron regresando meses y años más tarde. ¡Un momento! ¿Solo un europeo sobrevivió? El dato histórico parece contravenir con la existencia de uno de los grandes héroes literarios británicos del siglo XX: Harry Flashman, quien, en sus memorias, se incluye como uno de los que salvó el pellejo en aquella matanza. Que dirán ustedes que es un personaje literario de ficción, pero a su autor le resultó siempre tremendamente divertido que muchos críticos y lectores lo convirtieran y creyeran que fue real. Aquella trágica lucha, la real de Gandamak, no la de Flashman, fue retratada por el pintor William Barnes Wollen en el lienzo 'La última resistencia del 44 Regimiento en Gandamak' (1898), una pintura que refleja bien el aspecto de aquella marcha. Aunque hoy nos imagináramos a aquellos soldados de casaca roja y salacot, en aquel tiempo su apariencia estaba más cerca, incluso en aquellas inhóspitas tierras afganas, al de las tropas que combatieron a Napoleón que a la imagen del soldado colonial británico con casaca roja y salacot, fijada en el imaginario posteriormente. Lo cierto es que aquella guerra, que colearía años después, fue el inicio de ese Gran Juego que, hoy en día continúa en Afganistán: entonces lo jugaban Rusia y el imperio británico y hoy, probablemente China y las potencias de la zona, ante el reciente abandono occidental. Aquel trauma británico fue respondido a la antigua usanza y la fuerza británica que llegaría de la India, en septiembre de ese mismo año, se convertiría más que en una fuerza de socorro en un ejército de castigo que ejecutaría a cientos de rebeldes e incendiaría Kabul. Esta historia está magníficamente relatada en el ensayo de William Dalrymple, 'El retorno de un rey' (con edición en español en Desperta Ferro, 2021), como en su momento reflejo este diario . Y con esos trágicos mimbres, el periodista George MacDonald Fraser presentó al que se iba a convertir en un personaje icónico de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XX: Flashman. Y su carta de presentación sería aquella hecatombe de la retirada de Kabul su primera aventura. Publicada originalmente en 1969, Flashman protagonizó trece novelas, todas ellas basadas en el clásico recurso del manuscrito encontrado, en los que el militar, ya anciano, repasaba sus vivencias sin necesidad de edulcorar o justificar nada. En un brillante ejercicio de metaliteratura, MacDonald Fraser sacó a su personaje de un secundario bastante desagradable de la novela victoriana 'Los días escolares de Tom Brown' (publicada en 1857). En palabras de su autor, aquel « sinvergüenza que vacilaba a los novatos y era un cobarde podía ser un villano, pero era claramente atractivo porque tenía el porte y el estilo que siempre logran conferir glamur a la villanía». Y así, nació un personaje paradójico que marcaría la literatura británica del siglo XX. Porque Flashman era un cobarde, un agresor sexual, un aprovechado que acabó prosperando, promocionando y siendo tenido como un gran héroe de la época victoriana y colonial. No era, desde luego, el prototipo de personaje de las historias coloniales que se habían podido ver en novelas como 'Las cuatro plumas' o en películas como 'Tres lanceros bengalíes' o 'La carga de la brigada ligera' (al menos, la de Errol Flynn), ni siquiera se acercaba a los dos aventureros, algo menos idílicos, de 'El hombre que pudo reinar', de Kypling. Flashman (o Flashy, ya en confianza) ya parecía un hijo del tiempo en el que fue escrito, con su sarcasmo indisimulado y su mirada juguetona, tras el Mayo del 68 y los procesos descolonizadores. Se le interpretó, en muchas ocasiones, como una mirada despiada a la época Victoriana y al colonialismo, casi como una obra moral. Porque, acaso ¿no era Flashman, en realidad, tan bajo y sucio como debían haber sido aquellos héroes considerados como tales en la época a los que el arte y la literatura abrillantó sin remilgos? Sea como fuere, el propio MacDonald Fraser se choteaba un poco, según un texto ahora recuperado por sus herederos en 2013 y que aparece como prólogo en la nueva edición en español, de todas esas interpretaciones y exponía que sus novelas nacían del «amor de toda la vida por lasa aventuras imperiales británicas» , su «experiencia como soldado en Birmania» durante la Segunda Guerra Mundial, su «formación periodística» y una «mente algo rebelde». En el obituario que escribió a MacDonald Fraser en el 'Daily Mail' cuando murió en 2008 a los 82 años, su amigo el periodista y divulgador histórico Max Hastings aseguraba que, aunque se burlaba de la hipocresía victoriana y contaba historias en las que los buenos terminaban últimos —o, con mayor frecuencia, muertos—, todo lo que escribió « estaba impregnado de amor y orgullo por la historia británica y el Imperio Británico» . «Adoraba lo que Gran Bretaña solía ser y lamentaba amargamente su caída en desgracia en los tiempos modernos», relataba Hastings. Seguramente, como en toda burla o ironía, junto con la crítica hay fascinación, amor y, por qué no, envidia. O quizá MacDonald Fraser era un poco como su Flashman: lo que le gustaba era provocar. De una manera u otra, esa compleja relación de burla y amor, ha convencido desde entonces a personajes tan dispares como Terry Pratchett, P.G. Wodehouse, Kingsley Amis o al propio ex primer ministro Boris Johnson, y convertido a miles de lectores por todo el mundo en fanáticos del personaje, y aupó a personaje y autor al mundo del cine. Lo cierto es que este personaje que, a fuerza de ser desagradable, de ser un matón de la peor especie, desprende un salvaje encanto y seguramente a unos convencía por lo que era y a otros por lo que parecía evidenciar. Y con esa variopinta experiencia, mezclada con una excelente recreación histórica y unas aventuras dignas del mejor Indiana Jones, se alzó un mito literario. Mito literario que ahora vuelve en español, aunque nunca ha estado realmente desaparecido, con una nueva edición renovada, que abandona la imagen más clásica de anteriores formatos y adopta una más descarada, heredada de publicaciones anglosajonas. Recuperación, además, con el acelerador pisado: si en este año ya ha salido la primera entrega, 'Flashman', Ático está colocando ahora la segunda 'Príncipe Flashman' -una divertida reinvención de las historias tipo 'El prisionero de Zenda'- y promete una tercera antes de que acabe el año. Hay Flashman para rato.
  • Contaba Serafín Fanjul a ABC en 2015 que los primeros contactos de Francia con los sarracenos datan del siglo VIII, cuando estos llegan desde Hispania e invaden Narbona en el 751. Fue una incursión concebida como una operación de pillaje más que como una conquista estable. No fue la única. En aquellos años se produjeron varias enfrentamientos más en otras zonas del país en las que los galos consiguieron dar muerte a varios emires. Según el prestigioso arabista español, las cosas estuvieron más o menos tranquilas durante doscientos años, hasta finales del siglo XI: «En ese momento, el papel de Francia fue crucial en la génesis y desarrollo de las Cruzadas, junto con las perspectivas comerciales de las nacientes ciudades-estado italianas. Cuando Urbano II lanza la idea de recuperar de los Selyuqíes los Santos Lugares, en 1095, para salvaguardarlos y proteger a los peregrinos, abre la espita que hará brotar el raudal de la fe, amalgamado con el poder político y la búsqueda de preponderancia en la misma Europa por parte de los príncipes cristianos». El interés de Francia por el Mediterráneo sur y oriental, sin embargo, no termina con las Cruzadas. En el siglo XVI, el interés aparece en los viajes por Egipto de Pierre Belon du Mans (1547), Jean Chesneau (1549), André Thevet (1552) o Jean Palerne Forésien (1581), todos los cuales dejaron testimonio escrito de su experiencia por las tierras de las pirámides. En este mismo ámbito cultural es preciso destacar, también, el descubrimiento en aquel país de 'Las mil y una noches' a comienzos del XVIII, gracias al cónsul francés J. Galland, pues la obra se encontraba dispersa y olvidada por los zocos de Alepo, Damasco y El Cairo. Pero es a finales de ese siglo cuando todo ese interés da un vuelco importante, hasta el punto de convertirse Egipto en un objetivo principal de Francia. Todo comienza en febrero de 1798, cuando Napoleón fue enviado al noroeste de Francia para inspeccionar las tropas y los barcos reunidos en los puertos del Canal de la Mancha. Una vez allí, el Gobierno le encomendó dirigir aquellas fuerzas contra Inglaterra, el único país que aún se mantenía en guerra contra los galos. El futuro emperador estudió cuidadosamente la situación y observó que la mayoría de sus hombres eran nuevos reclutas y estaban comandados por oficiales sin experiencia, así que rechazó la idea de invadir las islas. «Demasiado arriesgado. No deseo jugarme la hermosa Francia a una tirada de dados», le comunicó a su secretario, Fauvelet de Bourrienne. A cambio, Napoleón decidió acometer otra conquista, con la cual asestaría a su gran enemigo un golpe casi tan duro como el desembarco en la costa de Sussex. «Para destruir por completo Inglaterra, tenemos que apoderarnos de Egipto», escribió en su diario. «A menudo se ha afirmado que esta expedición fue la fantasía temeraria de un aventurero, el sueño de un aspirante a Alejandro Magno. Nada más lejos de la verdad. Era una operación menos peligrosa que invadir Inglaterra y Napoleón la eligió precisamente porque era menos peligrosa», aseguraba Vicent Cronin en 'Napoleón Bonaparte: una biografía íntima' (Ediciones B, 2003). Cuatro meses después, zarpó con más de cincuenta mil soldados, cuatrocientos barcos, dos mil oficiales, trescientas mujeres entre esposas de militares y prostitutas y un pequeño ejército de ingenieros, científicos, arquitectos, matemáticos y artistas. Al atardecer del 1 de julio de 1798, la gran flota de guerra puso pie en las playas de Alejandría, Rosetta y Damieta. En apenas veinte días se hizo con el control del Delta del Nilo y descendió rumbo a El Cairo. Al ver las impresionantes pirámides de Giza, los franceses se estremecieron y, a continuación, derrocaron a las poco organizadas hordas de mamelucos, poniendo fin a tres siglos de dominio otomano en Egipto en menos de dos horas. «Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan», advirtió Napoleón a sus hombres. Había logrado el primero de sus tres objetivos: librar al país de la casta gobernante para convertirlo en una colonia. El segundo era asestar un golpe a la India, la posesión más rica de Inglaterra. Y el tercero, más importante que los otros dos desde un punto de vista cultural, enseñar y aprender todo lo que pudieran de Egipto, una idea que era completamente nueva en la historia de Europa. Según veía las cosas Bonaparte, los galos debían enseñar a los egipcios, bajo el pretexto de que, en su opinión, estaban atrasados. Entendía que Francia tenía una misión civilizadora. En las instrucciones de los líderes del Gobierno del Directorio –redactadas por el mismo Bonaparte– aseguraba que «utilizará todos los medios a su alcance para mejorar la suerte de los nativos». Es decir, que pondría a disposición de estos los conocimientos médicos, científicos y tecnológicos más modernos, para ganarse su cariño y amistad, a pesar de haberlos conquistado. Cuando llegó a El Cairo, comprobó pronto que era una ciudad pobre. Más allá de las tres hermosas mezquitas que poseía y los palacios de los mamelucos, la capital era una gran colección de chozas y mercados que tenían poco que vender, salvo calabazas y dátiles comidos por las moscas, queso de camello y un pan insípido. Sin embargo, era el escenario perfecto para enseñar, promover y ganarse a los autóctonos, en vez de asediarlos, así que instaló su cuartel general en un antiguo palacio y dejó el gobierno de la capital en manos de un diván de nueve jeques árabes asesorados por un francés. Pocos días después, recibió una carta como malas noticias: 14 de las 17 naves que había en la bahía de Abu Qir, al norte, incluida la suya propia, habían sido hundidas por Horacio Nelson, por lo que él y sus hombres se quedaron completamente aislados, sin la posibilidad de recibir suministros ni refuerzos. Napoleón reaccionó sereno ante la noticia y fue a desayunar con sus oficiales. En cuanto vio la oportunidad, les informó: «Parece que el país les agrada. Es afortunado que piensen así, porque ahora no tenemos una flota que nos lleve de regreso a Europa. No importa, tenemos todo lo que necesitamos». Bonaparte comprendió también que, como comandante de la ocupación, era el responsable del gobierno de Egipto y empezó a dar órdenes y publicar decretos. Creó un cuerpo consultivo de 189 egipcios prominentes con fines de asesoramiento. Según explicó, esa medida «acostumbraría a los notables a usar las ideas de asamblea y gobierno». En cada una de las catorce provincias, además, creó un diván de hasta nueve miembros, todos egipcios, aunque asesorados también por un civil francés. Estos organismos atenderían el servicio de la Policía, los suministros de alimentos y los servicios sanitarios. Puso en marcha el primer sistema postal regular de Egipto y un servicio de diligencias entre El Cairo y Alejandría. Inauguró una casa de moneda para convertir el oro de los mamelucos en escudos franceses, construyó molinos de viento, trazó mapas e instaló las primeras lámparas de la capital. Levantó también un hospital de trescientas camas para los necesitados, organizó cuatro centros de cuarentena para controlar la peste bubónica e imprimió los primeros libros en árabe. No catecismos, sino manuales sobre cómo tratar las epidemias. Las medidas más inteligentes, sin embargo, fueron de tipo religioso. Durante su viaje a Egipto, Napoleón ya había leído el Corán y lo calificó de «sublime». Consciente de lo importante que era este ámbito, en su primera proclama anunció: «Cadís, jeques, imanes, decid al pueblo que somos verdaderos musulmanes. ¿Acaso no somos los hombres que hemos destruido al Papa, que predicaba la guerra eterna contra los islámicos?». Se metió tanto en este papel, que atribuyó a Alá los éxitos de Francia y declaró convencido que él era el hombre enviado por el Todopoderoso para expulsar a los turcos y sus secuaces. Napoleón, por lo tanto, trató de ganarse el apoyo de los líderes religiosos desde el principio. Habló de teología con los muftíes y les dijo que admiraba a Mahoma. Con el propósito de honrar el cumpleaños del profeta, organizó desfiles y mandó que se lanzaran fuegos artificiales y salvas de cañonazos. Un día que se sentía eufórico llegó a prometer que construiría una mezquita de casi tres kilómetros a la redonda, con el objetivo de que su ejército pudiera rezar. Y, por último, preguntó a los muftíes: ¿estáis dispuestos a pedir a los egipcios que juren lealtad a los galos? Estos respondieron que, para ello, debían someterse primero a la circuncisión y renunciar al vino. Bonaparte consideró, por supuesto, que aquella era demasiada integración y llegó a un acuerdo. Él seguiría protegiendo al Islam y los colonizados harían una declaración igual de ventajosa para el general corso: tendrían que asegurar que él era un mensajero de Dios y amigo del profeta. «Gracias a esta tolerancia religiosa, Napoleón consiguió ocupar y gobernar pacíficamente a un país que tenía el doble de superficie que Francia. Afrontó un alzamiento grave en el que los religiosos más fanáticos mataron a hombres de su guarnición. Jean-Lambert Tallien, representante del Gobierno, lo exhortó a incendiar todas las mezquitas y a ejecutar a todos los sacerdotes, pero Napoleón, por supuesto, se negó. Condenó a muerte a los jefes y dejó que la rebelión se extinguiese por sí sola. Y no se volvió a repetir», subraya Cronin. A esas alturas estaba claro que a Napoleón le gustaba Egipto. No las moscas, la suciedad, la enfermedad o la supuesta pobreza, sino su modo de vida, su historia y su riqueza arquitectónica. Se encariñó del desierto y le complacía cruzar la lisa y extensa superficie de arena a lomos de un camello, como si hubiera nacido allí. Incluso se ponía un turbante, una túnica hasta los tobillos y llevaba una daga curva. Lo que más le agradaba, sin embargo, era el nombre con el que los egipcios le bautizaron: sultán El Kebir, algo más de lo que podría ser un comandante en jefe, con el que confirmó que le aceptaban como el principal gobernante en lugar de su homólogo turco. Con todas estas políticas de acercamiento, Bonaparte logró que los egipcios le vieran como a un hombre enérgico, de costumbres meticulosas, que trabajaba doce horas diarias por el pueblo, a pesar del calor sofocante que hacía y de llevar siempre el uniforme abotonado hasta el cuello. Para ellos, fue el gran general que, a pesar de la prohibición de usar el látigo, conseguía mantener la disciplina entre sus hombres. Un día, un grupo de soldados franceses robó dátiles de un huerto privado y, tras arrestarlos, los hizo caminar dos veces al día durante varias semanas alrededor del campamento con el uniforme al revés, llevando los frutos hurtados y un cartel que decía: «Saqueadores». En otra ocasión, el general corso se enteró de que, durante una reunión con los jeques, algunos árabes de tribus vecinas habían asesinado a un campesino y le habían quitado sus ovejas. Bonaparte llamó a un oficial del Estado Mayor y le ordenó reunir 300 jinetes y 200 camellos para perseguir y castigar a los agresores. Los egipcios tuvieron la sensación de que, por fin, un hombre se preocupaba por la justicia como jamás lo habían hecho los turcos durante los tres siglos anteriores. Sorprendido ante esta última acción y el despliegue que había llevado a cabo, uno de los jeques le preguntó a Napoleón: —¿El campesino era vuestro primo, que tanto os encoleriza su muerte? —Era más que eso… Era un hombre cuya seguridad la Providencia puso en mis manos. —Maravilloso. Hablas como un inspirado por Alá.
  • Tres fueron los ingredientes de la pócima mágica que forjó uno de los mayores imperios de la historia: el de la Monarquía hispánica. Jesús Torrecilla, profesor de Literatura en la UCLA, las enumera de carrerilla: las riquezas americanas, el entusiasmo religioso y el orgullo identitario. Pero, lo que son las cosas, fue esa Santísima Trinidad la que le dio el empujoncito definitivo para que se precipitara hacia el fondo del barranco. «Los mismos factores que en unas circunstancias sirvieron para fortalecer un país, en otras contribuyeron a debilitarlo», explica a ABC. Es una curiosa contradicción, advierte, y la ha querido remarcar en el título de su nuevo ensayo: ' El colonizador colonizado. Paradojas del Imperio español ' (Marcial Pons). Y... Ver Más
  • Llega abatido el guerrero de vuelta a la patria; lógico tras una semana bregando en las trincheras de la vieja Europa. Alejandro Ocón Casal se pasea por la sede de ABC, en Madrid, con ojos agotados, pero con la sonrisa pícara del que se sabe singular. Dos décadas como militar le contemplan, ha «tragado polvo», como señala, en Somalia y en el Líbano. Pero, lo que son las cosas, entre misión y misión se zambulle en la recreación histórica como bálsamo contra la inacción. La última, de la que regresa, se ha llevado a cabo en la República Checa, y en una fecha señalada: el 80º aniversario de la liberación de Pilsen, sucedida el 6 de mayo de 1945 sin... Ver Más
  • Desde su muerte en junio de 1870, Anna Kingsley descansa en paz en una tumba sin nombre ubicada en un bosque tranquilo del Cementerio Clifton, en Jacksonville (Florida, Estados Unidos). Apenas es visitada ni reconocida entre las lápidas, salvo que algún trabajador te indique su ubicación. Su vida tampoco es muy conocida, a pesar de ser una de las más singulares y fascinantes de la historia de América del Norte desde que se estableciera la esclavitud al principio de la era colonial y, más tarde, cuando se ratificó en Estados Unidos tras la Declaración de Independencia de 1776. Decimos singular, porque no se conoce ningún caso más de una esclava africana que acabara convirtiéndose en una de las terratenientes más... Ver Más
  • Fue un hecho insólito en la historia de Roma , una vergüenza de proporciones tales que estremeció a cronistas como Lucio Cecilio Firmiano Lactancio, contemporáneo de los hechos. El final de Publio Licio Valeriano , emperador entre los años 253 y 260 d. C., pasó a la historia por truculento. Tras ser capturado por el rey del Imperio Persa Sasánida Sapor I, fue convertido en esclavo y padeció un tormento nunca antes visto para un líder de su rango. Según los textos clásicos, el monarca asiático llevó a su adversario consigo durante meses para utilizar su espalda como pie de apoyo al montar en su caballo. Y, no contento con ello, le obligó a tragar oro hirviendo antes de desollarlo vivo para exponer su piel. ¿Realidad o ficción? Vaya usted a saber. El origen de esta historia se halla a muchos kilómetros de la Antigua Roma. En el siglo III, dominaba la dinastía sasánida de Persia Sapor I, un líder al que los historiadores definen como capaz y violento opositor a la 'urbs'. En el 242 demostró ambas facetas cuando atacó a las legiones de Gordiano III en Mesopotamia, Nisibis y Carras. «Al año siguiente, después de que el joven emperador fuera asesinado y su prefecto pretoriano le sustituyera —sería conocido como Filipo el Árabe—, Sapor firmó un acuerdo de paz en virtud del cual obtuvo el control de importantes porciones de antiguo territorio romano, sabiendo que Filipo estaba deseoso de lanzarse hacia el oeste para acabar con los invasores godos que estaban amenazando Italia», desvela Stephen Dando-Collins en ' Legiones de Roma'. Los años siguientes fueron duros para la vieja Roma. En una década pasaron por su poltrona la friolera de cuatro emperadores , a cuál más breve que el anterior. Sapor I olió la debilidad, obvió el pacto que había firmado con la 'urbs' y se lanzó en una alocada carrera por arrebatar territorio a las legiones. Vaya si le fue bien. A partir del 252 asaltó y conquistó sin piedad alguna las ciudades ubicadas en el interior de Armenia y Siria . «Sapor venció, en el mismo año, a un ejército romano en Barbalissos, en la ribera norte del río Éufrates, donde aniquiló, según sus propias palabras, a 60.000 soldados enemigos, tras lo cual saqueó la provincia de Siria y destruyó la ciudad de Antioquía, además de tomar Hierápolis y Dura-Europos», apostilla, en este caso, el licenciado en historia Jorge Pisa Sánchez en 'Breve historia de los persas'. La difícil tarea de detener los vaivenes bárbaros recayó sobre Valeriano, entonces un sesentón con mil batallas a sus espaldas y emperador desde el 253. Cuando las noticias de las invasiones persas arribaron a Roma, el anciano nombró a su hijo Galieno gobernante de la zona occidental del imperio y se dirigió al este con sus hombres. Tal y como desvela la profesora de Historia Antigua María Pilar González-Conde en una biografía sobre este personaje elaborada para la Real Academia de la Historia, ya nunca volvería a ver la 'urbs' magna. En el 254 arribó a Antioquía con sus legiones para hacerse cargo de la defensa. Los siguientes seis años los pasó a base de lanzazos y mandobles. El uno y el otro estuvieron meses como el perro y el gato. «La suerte osciló entre ambos bandos cuando los ejércitos entablaron batalla, aunque al final Valeriano hizo retroceder a Sapor hacia Mesopotamia», desvela Dando-Collins. El acto final de esta opereta se dio cuando el sasánida sitió la ciudad de Edesa, considerada casi inexpugnable por sus infranqueables murallas. En un intento de romper el cerco al que estaba sometido el enclave, el romano reunió a sus legiones en junio del 260. Las cifras varían, pero los expertos hablan de unos 70.000 hombres. Todo apuntaba a una victoria de Valeriano, pero el destino se volvió en su contra. Las tropas del anciano cayeron en una trampa y se sucedió la debacle. Los que no fueron asesinados, resultaron capturados. Hasta cuarenta mil soldados de Valeriano perecieron o fueron hechos prisioneros. La mayor parte de los legionarios romanos fueron arrastrados hasta oriente y vendidas como animales para trabajar en grandes proyectos de construcción. Sin embargo, el premio gordo fue el propio emperador. Los historiadores coinciden en que, sobre el papel, Sapor obtuvo a un preso que jamás pudo haberse imaginado. Para él supuso la llegada de un trofeo. Lo curioso es que, en los meses siguientes, se negó a pactar su salida del territorio sasánida. Poco le importó el dinero que le ofreció Roma o las amenazas llegadas desde el otro lado del mundo. Tampoco le prestó demasiada atención a las cartas que le enviaron el resto de nobles persas. Uno de los más claros fue Veleno, rey de los Cadusios: «Recibí con alegría, íntegras e incólumes, las tropas auxiliares que yo te había enviado. Pero no me alegro tanto de que Valeriano, príncipe entre los príncipes, haya sido capturado; me alegraría más si fuese devuelto. Pues los romanos son más temibles cuando son vencidos. Por ello, actúa como conviene al hombre prudente y que la fortuna, que a muchos engañó, no te envanezca. Valeriano tiene un hijo emperador y un nieto césar, y ¿qué me dices de todo el mundo romano, que unido se levantará contra ti? Deja en libertad, por tanto, a Valeriano y haz la paz con los romanos». Artabasdes, monarca de los armenios, tampoco se mordió la lengua. En otra misiva afirmó que, aunque a él le correspondía parte de la gloria, sabía que lo peor podía llegar: «Me temo que, más que vencer, has plantado semillas de guerra». Sobre blanco insistió en que lo que tenían entre manos no era un trofeo, sino un rehén que medio mundo estaría dispuesto a rescatar. «A Valeriano lo reclama su hijo, su nieto, los generales romanos, toda la Galia, toda África, toda Hispania , toda Italia y todos los pueblos del Ilírico, de Oriente y del Ponto. Todos están de acuerdo con los romanos sometidos a su autoridad». Por suerte para Sapor, no se organizó ningún ejército para rescatarle. El tormento que padeció Valeriano fue recogido por el mencionado Lactancio. Este lo dejó escrito en su famosa ' Sobre la muerte de los perseguidores ': «En efecto, el rey de los persas, Sapor, que era quien le había cogido prisionero, cuando deseaba subir al carro o montar a caballo, mandaba al romano que se postrase y le ofreciese su espalda y, poniéndole el pie sobre ella, le decía entre risas, en plan de burla, que ésta era la realidad verdadera y no lo que los roma nos pintaban en tablas y murales. De este modo, tras haber contribuido a realzar magníficamente el desfile triunfal de aquél, vivió aún lo suficiente para que, durante un largo tiempo, el nombre romano fuese motivo de mofa y burla entre los bárbaros». El historiador también escribió que otro hecho que contribuyó a agravar su castigo fue, precisamente, que ninguno de sus familiares ni generales orquestó un plan para liberarlo. Así, triste, olvidado y vilipendiado, terminó Valeriano. Murió dos años después, y no por la vejez, sino por culpa de la espada de su captor. Según Lactancio, «una vez que acabó su humillante vida en medio de una ignominia como ésta, fue despellejado y, tras separarle las vísceras de la piel, tiñeron ésta con un líquido rojo v la colgaron en el templo de los dioses bárbaros, a fin de que sirviese de conmemoración de tan brillante victoria». La idea fue que aquel triste teatro de despojos sirviese de escarmiento a los embajadores romanos y espantarles de volver a atacar.
  • «Madrid, su palacio, su polvo, su claro cielo y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Napoleón más que un recuerdo [...]. Los pocos franceses que quedaban en Madrid salieron mandados por el general Hugo», escribía Benito Pérez Galdós en 'El Equipaje del Rey José' (1875), uno de sus famosos 'Episodios Nacionales' . El célebre escritor canario describía lo acontecido en la capital medio siglo antes, concretamente, el día de marzo de 1813 en el que las últimos soldados galos huían de la ciudad a toda prisa, tras haber sido expulsados por los españoles en aquellos episodios finales de la Guerra de Independencia. José I Bonaparte abandonaba Madrid por la Puerta de San Vicente, camino de El Pardo, para dirigirse a Valladolid y, después, a Francia. Contaba Galdós que iba cargado con todo lo que podía: «Llevaban consigo un convoy tan inmenso que, al verlo, podías creerte que en la capital no quedaba ni un alfiler de la monarquía. Desde muchos días antes habían sido embargados cuantos coches, carros y calesas rodaban por las calles de la villa, y casi toda la servidumbre se ocupaba del embalaje de las diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado». En dicho convoy llevaba joyas, oro, tapices, objetos de valor y un total de 175 obras de arte, muchas de ellas pinturas de la colección real española, según catalogó William Seguier, conservador de la pinacoteca real y posteriormente de la National Gallery. Antes de cruzar la frontera tuvo que hacer frente a la persecución del ejército de Wellington y sufrió una derrota aplastante el 21 de junio de 1813 en Vitoria, pero logró escapar hacia Pamplona en el último momento, dejando atrás gran parte del tesoro . De lo que Galdós no dijo una palabra, seguramente por desconocimiento, es del pasadizo secreto por el que el hermano de Napoleón se dio a la fuga sin que nadie le viera. Como una rata que busca una salida por las alcantarillas. Se fue de manera mucho más clandestina y humillante de la que cabría esperar, aunque no por ello inesperada para 'Su Majestad Intrusa' o el 'Rey Postizo', como denominaban los españoles al monarca invasor. O el 'Emperador de las Tinajas' o 'Pepe Botella', dada su afición a nuestro vino. José Bonaparte mandó construir este túnel que ha estado oculto durante dos siglos con la intención de unir el Palacio Real con la Casa de Campo. Una infraestructura por la que poder escapar cuando su vida corriera peligro. Este miedo hizo su aparición a medida que avanzaba la guerra, cuando se fue percatando de que la victoria no iba a ser tan fácil como el emperador había augurado antes de comenzar la invasión. «Será un juego de niños. Esa gente no sabe lo que es un ejército francés, créanme, será rápido», les prometió a sus generales en 1807. Napoléon se consideraba dueño de Europa. En solo tres años se había designado Rey de Italia y colocado a su hermano Luis al frente del Reino de Holanda. También había conquistado el Reino de Nápoles y nombrado monarca de aquellas tierras a José. Había aniquilado a los Ejércitos de Prusia, Rusia y Austria; puesto bajo su protección la Confederación del Rin, y, por último, conquistado Portugal, el ducado de Varsovia y el Reino de Westfalia. A esas alturas no esperaba que España fuese su perdición, pero se equivocó. Lo reconoció él mismo en su lecho de muerte en la isla de Santa Elena, según dejó escrito en sus memorias: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal. La guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses». Sin embargo, fue su hermano José Bonaparte quien tuvo que dar la cara tras ser coronado Rey de los españoles el 6 de junio de 1808. El pasadizo secreto por el que el hermano de Napoleón pensaba huir fue terminado en 1811 y abandonado. Se encuentra en una de las vistas más emblemáticas del Palacio Real, en el llamado Campo del Moro. Hasta hace no mucho, los turistas pasaban cerca de él sin percatarse ni darse cuenta de su valor histórico, cuando entraban en los jardines por el paseo de la Virgen del Puerto. A veces, incluso, se paraban en el lugar para tomar fotografías de la fachada oeste del edificio, sin darse cuenta de que, a sus espaldas, había una puerta blanca, acristalada y de escaso valor histórico que daba paso al desconocido Túnel de Bonaparte. Patrimonio Nacional dio paso por fin a su rehabilitación a principios de 2017 con la intención de abrirlo al público. Las primeras conversaciones con el Ayuntamiento de Madrid se produjeron un año antes, en el marco de otros dos proyectos de mayor envergadura, como eran la apertura de un eje Casa de Campo-Plaza de España y las obras del Museo de Colecciones Reales. Más de dos siglos van a pasar para que las puertas de este pasadizo que une el Campo del Moro con la ribera del río Manzanares se convierta en un lugar visitable. El Túnel de Bonaparte, como se conoce, sigue cerrado al público y la mayoría de los madrileños todavía hoy desconocen su existencia. Patrimonio Nacional trabaja desde el pasado mes de octubre en la rehabilitación de la parte del túnel que tutela, de una longitud de 44 metros. Está prevista la conclusión de las obras y la apertura para que pueda ser visitado para diciembre de 2025. Cuentan con un presupuesto de 415.000 euros, que provienen del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Algunos investigadores aseguran que el hermano de Napoleón lo usó habitualmente como salida rápida a la Casa de Campo, con el simple objetivo de tomar el aire cuando la rutina del Palacio Real le agobiaba. Desde el Ayuntamiento de Madrid, sin embargo, aseguran que su construcción fue propuesta por Manuel Matheu, un hombre de negocios y consejero del Rey, quien sugirió a Bonaparte que su residencia debía tener una vía de escape secreta y desconocida a los ojos de su entorno, para usarla en el caso de que su régimen se tambaleara. Y le convenció, porque finalmente le encargó el proyecto a Juan de Villanueva, que terminó la obra poco antes de morir en agosto de 1811. El túnel tiene una longitud total de 56 metros. Partía desde el centro de la fachada oeste del Palacio Real, alineado por una avenida arbolada ubicada en los jardines del Campo del Moro. Su salida estaba ubicada por debajo del camino de la Virgen del Puerto, que antaño se denominaba Camino Viejo de Castilla, para llevar al hermano de Napoleón hasta la Casa de Vargas, un palacete mucho más austero pero en el que se encontraba más cómodo. Cinco años después, cuando este ya había huido de España y Fernando VII había recuperado el trono, el monarca ordenó al alumno aventajado de Villanueva, Isidro González Velázquez, construir el Puente del Rey para que la Familia Real este pudiese pasar al otro lado del río Manzanares. Durante el siglo XIX se modificó la decoración del túnel y se amplió, para convertirlo en una especie de gruta con decoración natural a la altura de su rango y por el que cupiera un coche de caballos, que actualmente está protegido pero no está considerado Bien de Interés Cultura (BIC). En 1891 fue reformado y se reabrió parcialmente durante la Segunda República, tras confiscar el Estado a la Casa Real sus propiedades de la Casa de Campo y la zona del palacio, convirtiéndose en dos parques de uso público. Fue una segunda vida realmente efímera, pues tras los tres años de la Guerra Civil en los que fue empleado como fuerte y depósito de munición republicano, fue clausurado definitivamente. Tras dos siglos oculto, en 2017 se planificó su reapertura en la propuesta del Ayuntamiento y de Patrimonio Nacional como paso peatonal entre los Jardines del Campo del Moro y Madrid Río. En la misma rehabilitación, el consistorio anunció también que el pabellón que hay a la salida del túnel, se iba a convertir en un Centro de Interpretación histórico de la época de José I Bonaparte, pero todos los proyectos se han ido retrasando. Tan solo nos queda la historia y las aventuras de aquella huida descritas también por un acompañante del ejército de Wellington. Su relato fue recogido por José Luis Comellas y Luis Suárez Fernández en su tomo 'Del antiguo al nuevo régimen: hasta la muerte de Fernando VII' (1981): «El terreno que rodeaba la ciudad estaba lleno de carros rotos de todo tipo, cajas, maletas, baúles y equipaje, mientras que masas de papeles, mapas, libros de contabilidad y cartas yacían por doquier en cantidades que lo asemejaban a una nevada. En su codicia de pillaje los soldados no sólo habían arrancado los cojines y los asientos de los vehículos enemigos, arrojando su contenido al exterior, sino que habían saqueado todos los vagones y cajas pertenecientes a los departamentos de contabilidad civil y militar del ejército, diseminando las listas, cartas y documentos acumulados durante años. Vi enormes libros pertenecientes al Tesoro Real, maravillosos mapas y libros ricamente encuadernados de la Biblioteca Real de Campo, todos pisoteados y empapados por la lluvia que había caído durante la noche».
  • Mitos, mitos y más mitos. Las novelas, la gran pantalla, y hasta los videojuegos, han ayudado a extender mil y un falacias relacionadas con las Cruzadas, tres siglos de conflictos entre cristianos y musulmanes que se dieron por finalizados en el siglo XIII. La Leyenda Negra nos habla de un mundo maniqueo y de compartimentos estancos, de la una supuesta cultura musulmana mucho más avanzada que la cristiana y de una Península Ibérica alejada de Tierra Santa. La realidad, sin embargo, choca de frente contra ellos. Según explicaba el medievalista Thomas Asbridge ABC en 2019, las Cruzadas pusieron de manifiesto muchas de las diferencias entre cristianos y musulmanes, pero también algunas similitudes que se suelen obviar: Un ejemplo es que... Ver Más
  • Cuentan las crónicas que Carlos V , el emperador que doblegó a Francia, se desesperó cuando se enteró de que sus soldados habían tomado Roma por las armas y la habían saqueado hasta los cimientos. Le afectó tanto que incluso se vistió de luto y envió cartas a todos los príncipes de la Cristiandad disculpándose por lo ocurrido aquel mayo de 1527. La congoja del que fuera el gran monarca de la Monarquía hispánica pone de manifiesto el impacto que le provocó aquel negro episodio que habían protagonizado sus tropas: el llamado 'Saco de Roma' o 'Saqueo de Roma'. Esta es la historia que nos han contado; la de un ejército bárbaro que asaltó la vieja capital de las legiones sin piedad alguna. La realidad, sin embargo, tiene muchos más grises. De ello está convencido el historiador Yeyo Balbás. Y lo sabe bien, pues en su nueva novela, 'Los cuatro pilares', se ha adentrado en los pormenores de este episodio a través de una trama que mezcla muchos componentes de realidad con otros tantos de ficción. Todo ello, con el objetivo de acabar con la Leyenda Negra que lo rodea desde hace más de cinco siglos. Hoy, en este nuevo episodio de 'Estamos en la historia', el podcast de historia de ABC, nos adentramos en uno de los mitos más sangrantes para Carlos V. Uno con más mentiras que verdad. Todos los episodios de 'Estamos en la Historia' pueden encontrarse en las principales plataformas de audio, como Spotify , Ivoox , Apple Podcasts , Amazon Music y Podimo . También están disponibles en Youtube . El próximo episodio, dentro de 15 días.
  • «Nosotros somos españoles, no británicos. No tienen ningún derecho a estar aquí», exclama el protagonista de la última novela de Jorge Molist (Barcelona, 1951), el marino menorquín Jaume Ferrer, a sus compañeros de aventuras en el mar allá por 1771. En la ficción, titulada 'El Español' (Grijalbo), todos ellos acaban de regresar a la localidad de Mahón, su casa, después de que los británicos les hayan obligado a combatir contra los otomanos en la batalla naval de Chesme, en Turquía. El odio irrefrenable del personaje principal hacía todo lo que venga de Gran Bretaña se debe a que, en el citado enfrentamiento, falleció su padre. No hay que olvidar que las Baleares habían sido conquistadas por los británicos en 1708... Ver Más

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