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En cierta ocasión, los dos hijos menores de Stalin , Vasili y Artem Sergeev, dejaron que el viento se llevase las hojas del viejo libro de Historia que estaban estudiando. Fue un descuido mientras bromeaban al aire libre, pero justo apareció su padre con cara de pocos amigos. El dictador los agarró del brazo y les habló de los miles de años de conocimiento que albergaban, de la sangre, el sudor y las lágrimas que había costado reunir esa información y de las décadas de trabajo invertidas por sus autores para ordenar las páginas y que ellos aprendieran algo. Por último, les ordenó que recompusieran las páginas y, antes de marcharse, añadió: «Habéis hecho bien. Ahora sabéis cómo tratar a...
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En ABC les hemos contado muchos episodios de la historia del PSOE. Nos hemos retrotraído hasta el mismo día de su fundación el 2 de mayo de 1879 en la taberna Casa Labra de Madrid . Allí estaban Jaime Vera, Antonio García Quejido, Emilio Cortes y, por supuesto, Pablo Iglesias Posse , además de un pequeño grupo de intelectuales y obreros muy dispares en sus posturas. En aquellos primeros meses de vida hubo más diferencias que acuerdos a la hora de definir qué estrategia debían seguir o cuál tenía que ser su programa. Comenzaron entonces los primeros enfrentamientos dentro del partido, que se han mantenido hasta la actualidad. En aquella primera división de 1879, se impusieron los postulados del líder...
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Seguir los pasos de un héroe como Federico Gravina , Teniente General del Mar y comandante de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar , supone un trabajo arduo. Y es que, al ser herido, fue Antonio Escaño , su segundo, quien rubricó las desventuras vividas sobre la cubierta del Príncipe de Asturias , el colosal navío de 112 cañones. Pero sea por el parte ofrecido tras la contienda, sea por las reconstrucciones que han hecho historiadores de la talla de Cesáreo Fernández Duro o Eduardo Lon Romero (este último, en su magna 'Trafalgar: papeles de la campaña de 1805'), es fácil evocar el infierno que le supuso enfrentarse a una de las columnas de la Royal Navy aquel 22 de octubre. Para ser más concretos, la que encabezaba el almirante Cuthbert Collingwood contra el flanco izquierdo de la combinada. Aquella mañana, el Príncipe de Asturias se hallaba adscrito a la escuadra de observación. Lo que, según desvela Duro, significaba que se encargaba de «cubrir la cola de la formación». A eso de las ocho, el almirante Villeneuve –tildado por el brigadier Churruca de inepto («No conoce su obligación y nos compromete»)– ordenó virar por redondo . Decisión que, en la práctica, empezó a clavar el ataúd para la combinada al descoyuntar de arriba abajo la línea. Gravina solicitó permiso para mover sus buques de forma independiente y contrarrestar la que se avecinaba, pero obtuvo un no por respuesta. Poco después, Horatio Nelson , al frente de la Royal Navy, arengó a sus marinos: «Inglaterra espera que todos cumplan su deber». No tardó mucho en comprobarlo… Al mediodía, las dos columnas se lanzaron en perpendicular contra los franco-españoles, idea a la par arriesgada y efectiva. El objetivo era claro: penetrar por los amplios huecos dejados entre bajel y bajel y combatir en una ventaja de un sindiós contra uno. Les salió a pedir de boca. A las doce y cuarto rompió el fuego el Príncipe de Asturias ante la marabunta que se avecinaba. Su primer objetivo se dio de bruces contra él tras pasar por la proa del galo Aquiles . Otros dos intentaron hacer lo propio por la proa de Gravina, pero este, avispado, se acercó lo más que pudo al siguiente barco de la línea y les cortó el paso. Minimizó el desastre, pero eso no impidió que iniciaran un cañoneo sucesivo sobre su costado. Pum, pum, pum. Gravina combatió como un león; o como un toro bravo, si prefieren. Narra Lon que, cuando se disipó el humo de las primeras andanadas de cañón, «uno de los enemigos estaba desarbolado de los palos mayor y de trinquete» y otro «de la verga de velacho y el mastelero de gavia». Según narró el historiador decimonónico galo León Guérin en 'Histoire maritime de France', podemos suponer que aquel par de británicos eran el Defiance y el Revenge . Pero de poco le sirvió, pues sus huecos los ocuparon otros tres enemigos liderados por el portentoso Dreadnought , de tres puentes. Fue a las tres cuando este último provocó el caos en el Príncipe de Asturias. Se acercó tanto a él que disparó a quemarropa y produjo «severas averías y gran número de bajas». En palabras del galo Guérin, «el bizarro almirante Gravina recibió en el brazo izquierdo una bala de metralla», lo que le obligó a abandonar el puesto en pleno combate. El relevo lo tomó Escaño, aunque por poco tiempo, pues no tardó en ser herido también en la pierna. Algo que se especifica en el ' Elogio histórico a D. Antonio de Escaño ', publicado apenas dos años después de la contienda en Trafalgar: «Escaño, curado de primera intención, se hizo conducir a su puesto, en el que no pudo subsistir a causa de la pérdida de sangre, que lo debilitó». Al final, no obstante, pudo mantenerse en su puesto y resoplar de tranquilidad cuando, a punto de ser superado, vio llegar en su ayuda al San Justo y al Neptuno . Las últimas horas de Gravina y de Escaño fueron una verdadera pesadilla. Con su buque desarbolad, como una boya, y ante el triste panorama de la derrota, se vieron obligados a solicitar a la fragata Thermis que les remolcara de vuelta a Cádiz. Demasiados oficiales perdidos ya, que debieron pensar. Entre disparos y más disparos, el Príncipe de Asturias abandonó la lucha a las cinco y cuarto de la tarde con el apoyo del Rayo , el Montañés , el San Francisco de Asís y el Leandro . Al menos en principio, ya que los españoles no tardaron en enviar a una buena parte de ellos a socorrer al resto de bajeles que todavía se batían. El insignia castizo se escabulló, pero tuvo que lamentar 52 muertos y un centenar de heridos. Mal negocio. Tras la debacle empezaron los informes, la recogida de datos y el regreso de los navíos. Gravina, como oficial español al mando, recibió a una infinidad de capitanes que le explicaron cómo se habían desenvuelto en el combate. Y él mismo, a través de Escaño, se vio obligado a dar parte el 29 de octubre. Del extenso documento que presentó, cabe reseñar las líneas dedicadas al combate del Príncipe de Asturias. El oficial explicó que sus esfuerzos no habían «alcanzado a evitar una pérdida que sería considerable si no estuviéramos tan firmemente convencidos que nada nos quedó que hacer, y que, por consecuencia, se salvó el honor». Escaño desveló de forma pormenorizada lo que había ocurrido. «A las doce menos ocho de la mañana, un navío inglés de tres puentes, con su insignia al tope de trinquete, atravesó nuestra línea por el centro, sosteniéndole en su ejecución los navíos que venían por sus aguas; todos los demás cabezas de columnas de la escuadra enemiga practicaron lo mismo: una de ellas dobló nuestra retaguardia, cruzó otra tercera por entre el Aquiles y el San Ildefonso». Desde ese momento, insistió, «la acción se limitó a combates sangrientos particulares, a tiro de pistola la mayor parte de ellos, resultando como consecuencia necesaria algunos abordajes». Y hasta le dio un tirón de orejas a Villeneuve: «Esa es la ventaja que tiene el que ataca bajo un plan premeditado contra el que tiene que mandar por señales». En las jornadas siguientes, Gravina intentó cumplir con sus deberes. Sin embargo, la herida en el brazo empeoró. Narran las crónicas que los facultativos discutieron por activa y pasiva la posibilidad de amputarle el brazo para salvar su vida. No lo hicieron, pues consideraron que podría conservarlo. Por desgracia, se equivocaron. El marino vivió en su casa de Cádiz una temporada, hasta que dejó este mundo el 9 de marzo de 1806, poco después de haber recibido una carta del rey: «La reina y yo pensamos en ti. En la ocasión fuiste un héroe y ahora todos necesitamos de ti como amigo». Dos jornadas después, el Príncipe de la Paz informó de la triste noticia: «Muy señor mío: Penetrado del más justo y vivo dolor por la pérdida de un digno Jefe cuya amistad y fina correspondencia desde que comenzó hasta que concluyó su brillante carrera no me ha sido desmentida, debo participar a V. E. que antes de ayer, a las doce y media del día, falleció el Capitán General D. Federico Gravina, de resultas de sus gloriosas heridas, después de ciento y cuarenta días de padecer, dejando edificados y enternecidos a cuantos hemos sido testigos de su fervor y conformidad, desde que predijo su fallecimiento días antes que lo creyesen».
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A finales de 1922, el arqueólogo Howard Carter comunicaba a ABC el descubrimiento que cambiaría la historia de la egiptología: «El próspero suceso aconteció el 4 de noviembre. La novedad la advertí al ir hacia las obras, sorprendido, por un silencio de interrupción. Mis hombres habían descubierto el primer peldaño de la escalera y aguardaban mis órdenes. Animadamente los mandé continuar. Yo mismo desescombré febrilmente con el pico. Ya eran cuatro, seis, los escalones descubiertos. Trabajamos sin descanso, con ese ardor especial de los que quieren disputar a la tierra avara un secreto o un tesoro. La jornada de trabajo no oyó al anochecer ni la hora de la comida, ni la voz de descanso». Este hallazgo fue confirmado un mes después por la revista 'Blanco y Negro' , que señalaba: «Cuando escribimos estas líneas, puede decirse que la atención de toda Inglaterra está concentrada en un acontecimiento interesantísimo: la exploración de la tumba de Tutankamón». A pesar de que el sarcófago encontrado en el Valle de los Reyes convirtió a Tutankamón en el faraón más reconocido del Antiguo Egipto, su reinado de corta duración contrasta con el de sus padres, Akenatón y Nefertiti, quienes gobernaron durante 17 años y llegaron a proclamarse a sí mismos dioses en la Tierra. ¿Por qué, entonces, Akenatón no tiene la misma fama que su hijo? Este misterio ha perdurado durante siglos. De hecho, a pesar de los esfuerzos por borrar su legado y su vida, la figura de este faraón sigue siendo una de las más intrigantes y discutidas en la historia de Egipto. A lo largo del tiempo, ha sido descalificado como un «faraón hereje», pero ¿qué motivó la ocultación de su figura y las controversias que aún hoy se mantienen vivas? Su biografía se ha convertido en un tema de debate, plagado de interpretaciones contradictorias. En muchos de los libros publicados sobre él, Akenatón aparece como un ser iluminado, cuya doctrina se acerca más a las enseñanzas cristianas que a las creencias paganas egipcias. Para otros, sin embargo, fue un gobernante desmesurado, cuyo reinado estuvo marcado por una corrupción física y moral extrema. Para algunos, fue un padre amoroso para Tutankamón; para otros, un pederasta que practicaba el incesto. Y a medida que los estudios sobre su figura avanzan, surgen más preguntas sin respuestas claras: ¿fue Akenatón un precursor mesiánico del monoteísmo o simplemente un tirano obsesionado con consolidar su poder absoluto? Cuando por fin despertó el interés de los estudiosos, Akenatón provocó desacuerdos, incluso, en el mundo de la psiquiatría. Figuras tan importantes como Sigmund Freud y Carl Jung, que se reunieron en Munich en 1912 para examinar la posibilidad de crear, junto a otros colegas, una nueva publicación. Durante un descanso, mientras tomaban un refrigerio, centraron su atención en este faraón, cuyo reinado acaba de abordar una investigación de Karl Abraham, miembro destacado del círculo del padre del psicoanálisis, quien tenía a dicho gobernando como un neurótico. Freud, aunque disentía del diagnóstico de su discípulo, según cuentan el matrimonio de egiptólogos John y Colleen Danell en su último libro, 'Dioses en la Tierra: Nefertiti y Akenatón, la pareja dorada de Egipto' (Shackleton Books, 2023), no pudo menos que entusiasmarse ante la aplicación de su nueva disciplina a los problemas de la historia del país del Nilo. Coincidía con él, eso sí, en que la animosidad del soberano con su padre, Amenofis III, había influido en la supresión y destrucción de un número considerable de inscripciones, entre las que se encontraban las del mismísimo progenitor del Rey. Por su parte, Jung, joven colega a quien Freud se sentía estrechamente ligado, se opuso a la concepción que este y Abraham tenían de Akenatón. Como puede ver, el interés por el Monarca fue tardío y con muchas sombras, pero generó debate en los campos más insospechados. Según este último, la iconoclastia del heredero no apuntaba al nombre de su padre en sí mismo, sino a la presencia en su nombre del nombre de un dios. «El Rey egipcio no profesaba ninguna inquina a su padre, pero a Freud le entusiasmaba tanto la idea de que el psicoanálisis hubieses ayudado a interpretar un enigma de la historia antiguo, que la discusión se le hizo tan insoportable que se desplomó víctima de un desmayo», explican los Darnell. Si Akenaton ha sido calificado de hereje, falso profeta y tirano incestuoso por unos y de precursor cariñoso, compasivo y pacífico de Moisés y de Jesús por otros, lo cierto es que Nefertiti permanece sumida en un misterio aún mayor, pues «su realidad histórica está condenada a vivir a la sombra de la belleza y la fama del busto policromado que se conserva hoy en Berlín», añaden los egiptólogos. Hay una probabilidad dentro de este gran enigma de que Akenatón fuese, de veras, un megalómano y su esposa la mujer más hermosa del mundo, pero «sin pruebas que lo demuestren, tales suposiciones no hacen sino alejarnos más aún de las vidas reales». ¿Y qué sabemos de estas? Akenatón y Nefertiti vivieron durante la XVIII dinastía, la primera de las tres que correspondieron al periodo del Imperio Nuevo (1550-1069 a. C.). Les precedían dos mil años de historia egipcia y aún estaban por erigirse un buen número de monumentos gloriosos. Antes de su llegada al poder, Egipto se había convertido en una potencia internacional durante el reinado de otros soberanos anteriores de la dinastía y los predecesores inmediatos del matrimonio habían heredado un imperio estable y en expansión. Al noreste, su autoridad se extendía hasta los márgenes del río Éufrates, mientras que al sur, abarcaba buena parte de Nubia. Además, todas las ciudades se embellecían con espléndidos templos nuevos. Tras ascender al trono en torno al 1390 a. C., el padre de Akenatón, Amenofis III, llevó a su pueblo a una época dorada en la que el poder de Egipto no conoció rival en el extranjero. Las riquezas abundaron dentro de sus confines. Tiye, su esposa, había sido una reina sobresaliente, y la pareja real elevó el boato de la Corte a cotas sin precedentes. Como testigo de todo ello se encontraba el joven Akenatón, que subió al trono después de 38 años de espléndido reinado de su padre. Desde el primer año de su reinado como Amenofis IV, abrió una senda nueva que lo llevó a sustituir la adoración a las numerosas divinidades de Egipto por la devoción a una única deidad solar: Atón. En realidad, fue en este momento cuando asumió el nombre con el que pasó a la historia, Akenatón, que significaba «el que es eficaz para Atón». Y reinando a su lado, Nefertiti, una Reina que rápidamente eclipsó a casi todas las esposas de los demás faraones. Juntos, siguiendo la senda abierta por Amenofis III y Tiye, transformaron el Antiguo Egipto para siempre, aunque de su periodo haya todavía muchas sombras. De hecho, hace solo una década, durante una excavación en Egipto, se hallaron cuatro columnas de piedra caliza, enfrentadas de dos a dos en el interior de la tumba del visir Amen-Hotep Huy, con información muy relevante. En sus relieves, se podían leer los nombres de dos faraones que compartieron el poder: Amenofis III y Akenatón, padre e hijo mano a mano. No se trataba de un hallazgo arqueológico más, ya que, según sus descubridores, incitaba a revisar la historia de la XVIII dinastía en la que Akenatón instauró por primera vez en el mundo el monoteísmo. El hallazgo era español, pues el equipo estaba encabezado por el egiptólogo Francisco José Martín Valentín, que se había pasado los últimos 14 años dirigiendo una excavación en Asasif, una de las necrópolis de la antigua Tebas, en la orilla occidental del Nilo en Luxor. Este descubrimiento suponía una «prueba irrefutable», declararon durante su presentación en rueda de prensa, de una corregencia entre Amenofis III y IV, zanjando una vieja y enconada polémica entre los investigadores acerca del asunto. Es más, el equipo especuló con que su hallazgo demostraba, también, que padre e hijo no solo reinaron juntos, sino que concibieron entre los dos la revolución monoteísta que se centraría únicamente en el dios solar Atón. En 2002, otras investigaciones colocaron a Akenatón, tenido hasta ese momento como un místico pacifista, a la altura de criminales y genocidas como Hitler y Stalin. Un poco de luz más sobre los problemas y enigmas que plantea este reinado, y que fue proyectada por Nicholas Reeves en su obra divulgativa 'Akenatón: el falso profeta de Egipto' (Anaya, 2002). Para el prestigioso egiptólogo británico, este Monarca fue un 'falso profeta', un tipo manipulador que actuó en su propio provecho, para mantener y aumentar su despótico poder. Para lograrlo, desplegó medios absolutamente tiránicos y sembró el terror hasta límites insospechados.
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Cuatro siglos han pasado ya desde que la Monarquía Hispánica demostrara a todo el Viejo Continente su músculo en las Américas con la reconquista a los holandeses de Salvador de Bahía . Décadas y décadas en las que Europa entera estaba convencida de que tamaña gesta militar, cruzar el Atlántico con una armada de dimensiones nunca vistas y sitiar una ciudad brasileña, había sido liderada por el conde-duque de Olivares , que les sonará por su trayectoria como valido de Felipe IV. Pero el pasado esconde sorpresas, y la de esta historia salió a la luz en 2020, cuando un gigantesco cuadro perdido en el tiempo desveló que la gloria pertenecía en realidad a otro militar: Fadrique de Toledo Osorio...
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Para algunos, un palacio; para otros, una fortaleza; y para muchos más, una metrópolis colosal cuyo recuerdo se ha desvanecido con el tiempo. Al-Madina Al-Zahira —la llamada ' Ciudad Resplandeciente '— fue la obra magna de Almanzor en el siglo X, un emblema de su autoridad cuya memoria sobrevive solo en fragmentos dispersos y crónicas que describen su opulencia: columnas traslúcidas, albercas con surtidores en forma de león, jardines que parecían sacados de un sueño... Ni siquiera conocemos con certeza el lugar exacto donde el háyib de Hišam II levantó sus murallas, un misterio que ha perdurado durante siglos. Los testimonios que hablan de la grandeza de la ciudad se cuentan por decenas. Y cada uno, más extravagante que el anterior. El poeta del siglo X Sá'id de Bagdad, por ejemplo, escribió que un embajador «del más potente de los reyes cristianos de aquellos tiempos» se presentó ante Almanzor ávido de «informarse sobre la situación de las fuerzas musulmanas». El chambelán le citó en Al-Madina Al-Zahira . Lo que vio aquel legado le estremeció. «Poco antes del amanecer aparecieron mil soldados vestidos de oro y plata con cinturones también de oro y plata», explicaba el cronista. Toda aquella riqueza recogida en una única capital le llevó a pedirle una tregua; nada se podía hacer contra aquel rico general musulmán. El emplazamiento de La Ciudad Resplandeciente es uno de los grandes enigmas de la historia de Al-Ándalus . Hoy, más de mil años después de que fuera construida, todavía se desconoce su ubicación exacta, aunque nadie duda de su existencia. La versión más extendida sostiene que fue edificada a orillas del río Guadalquivir, al este de la califal Córdoba. Es la teoría que mantiene, por ejemplo, el historiador Felipe Maíllo Salgado en su biografía sobre Almanzor elaborada para la Real Academia de la Historia: «La ciudad estaba emplazada al lado del río, aguas arriba de la capital cordobesa hacia el este y en la misma orilla del río». Lo bastante cerca como para vigilar la urbe, pero, a la vez, alejada de su órbita de influencia. Pero, al menos por el momento, los arqueólogos todavía no ha dado con sus restos. Y eso ha hecho que autoridades como Manuel Ramos afirmar que la ciudad de Almanzor habría estado ubicada en el extremo opuesto, allá por Turruñuelos, junto a la carretera de Trassierra. En un artículo escrito para el ABC de Córdoba, este notario argumentó que en los años cincuenta, durante la reurbanización de la zona, se halló una «estructura rectangular con enormes muros y sorprendentes dimensiones» –unas veinte hectáreas– que podrían corresponderse con los de la Ciudad Resplandeciente. Una idea osada a la par que rupturista. «Se nos dijo entonces que aquella 'ciudad' eran los arrabales occidentales de Córdoba citados en las fuentes. Sin embargo, la arqueología acotaba y hacía coincidir aquellos restos con el periodo álgido de Córdoba, con la corta vida de Medina Alzahira», explicaba el autor. A su favor, el experto utilizaba la 'parasanga', la distancia que, según las crónicas, existía entre la mezquita de Medina Azahara y la de Al-Madina Al-Zahira. En total, 4.000 metros. «Esta es la distancia que precisamente existe entre Turruñuelos y la mezquita de Azahara en línea recta. ¿Coincidencia...?», añadía el notario en su artículo. Los indicios, insistía, son muchos. Aunque haría falta el trabajo de arqueólogos e historiadores para corroborar alguna de la veintena de teorías existentes. Poco después de la publicación de este artículo, otros tantos expertos confirmaron, también en las páginas de ABC, en que aquella hipótesis era poco más que rocambolesca. Juan Murillo, jefe de la Oficina de Arqueología de la Gerencia de Urbanismo de Córdoba, insistió en que «no hay ninguna base para plantear esa opción» y que el debate está resuelto desde hace años: las fuentes confirman que se hallaba al este de Córdoba, y «no entre Córdoba y Medina Azahara». A él se sumaron los arabistas José Ramírez del Río y Juan Pedro Monferrer, así como otras tantas personalidades y estudiosos sobre la urbe. Aunque, a la par, también admitieron que no existen indicios materiales de la Ciudad Resplandeciente; al menos, por el momento. La construcción de esta perla arquitectónica, hoy perdida de los mapas, alberga cierto sentido histórico. Según las crónicas árabes, Almanzor, entonces Háyib del débil y jovencísimo Hisham II, decidió levantarla harto ya de la persecución que sufría por parte de los enemigos que soñaban con su puesto. Maíllo confirma esta teoría t desvela que la empresa contaba con un objetivo básico: escapar del control de la madre del Califa. Más que lógico, pues los tentáculos de Subh Umm Walad eran más robustos en la corte cordobesa. Pero teorías las hay a pares. La gran biógrafa italiana de este militar, Laura Bariani, explica en su ensayo magno 'Almanzor' que el Háyib «empezó a temer por su propia vida, sobre todo cada vez que se dirigía a la residencia del califa». Demasiados enemigos en la vieja Córdoba. La conclusión es que, por un lado, su nueva residencia le ofrecía seguridad. Por otro, demostraba su independencia y poder frente al poder de Hisam II . Lo más llamativo es que nada estaba hecho al azar. Hasta el mismo nombre de la nueva urbe, Al-Madīna al-Zāhira, evocaba el de la residencia califal de Madīnat al-Zahrā. En todo caso, lo que sí está claro es que su construcción arrancó en el 978 y que el núcleo principal se levantó en apenas dos años; para el resto, hubo que esperar seis más. Primero se alzaron las murallas y las torres, claves para la defensa del enclave contra los posibles hostigamientos cristianos. «Una vez nivelado el terreno del recinto interior, les llegó el turno a los bellísimos palacios de nombres atrayentes, como la Almunia de la Alegría o la Almunía de la Perla», desvela la autora italiana en su obra. Esta última contaba con una torre desde la que Almanzor tenía una vista completa de todo el territorio. El historiador español es de la misma opinión. En su dossier confirma que «en el interior de la ciudad se erigió un fastuoso palacio desde donde Almanzor regía Al-Andalus como soberano absoluto». A su vez, es partidario de que ordenó construir casas para sus hijos y para los dignatarios más selectos de su séquito, así como «viviendas y locales para las oficinas de la cancillería y para el personal». Otro tanto sucedió con todas las instalaciones necesarias en caso de guerra. Desde cuarteles y caballerizas para la guardia más cercana, hasta almacenes en los que guardar armas y grano de los que valerse en caso de asedio. Los textos clásicos hablan de un enclave copado por columnas «transparentes como el agua» y «esbeltas como cuellos de doncellas», además de «albercas adornadas con surtidores en forma de leones». Una auténtica belleza. Sin embargo, Al-Madina Al-Zahira cumplía también una función defensiva. Sus reducidas dimensiones con respecto a otras grandes urbes, así como su ubicación –la teoría más extendida afirma que junto al Guadalquivir–, la hacían fácil de defender de cualquier enemigo, cristiano o musulmán. En este sentido, parece ser que Almanzor exigió que el enclave tan solo tuviera una puerta; de esta forma, reducía los puntos más débiles de la muralla.
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El 14 de octubre de 1815, cuando Napoleón divisó por primera vez la costa de Santa Elena tras un largo viaje de dos meses a bordo del Northumberland, la fotografía aún no existía. Sin embargo, algo que muchos desconocen es que la Universidad Brown de Providence, en Rhode Island (EE.UU.), alberga imágenes auténticas de los soldados que combatieron junto al emperador francés en momentos tan significativos como la Guerra de Independencia española, la invasión de Rusia o la batalla de Waterloo. La pregunta que surge es: ¿cómo es posible que existan fotografías de soldados nacidos en el siglo XVIII, mucho antes de que comenzara la Revolución Francesa? La respuesta se encuentra en un grupo de 15 veteranos de las guerras napoleónicas, quienes fueron fotografiados alrededor de 1850, cuando ya tenían más de 80 años y estaban retirados del ejército. De acuerdo con la Universidad Brown, las fotos datan de 1858, ya que todos los soldados aparecen con la medalla de Santa Helena, un distintivo creado y entregado por Napoleón III en agosto de 1857 a los antiguos compañeros de armas de Bonaparte, quienes lo acompañaron desde 1792 hasta la derrota en Waterloo en 1815. Estas imágenes representan las primeras personas fotografiadas de la historia, posando con sus uniformes, condecoraciones e incluso sus cicatrices de guerra. Un claro ejemplo es el caso del señor Loira, quien aparece en una fotografía con el nombre escrito a lápiz en su reverso. Loira perdió su ojo derecho en combate entre 1804 y 1815. Era parte del 24º Regimiento de Cazadores Montados y ostentaba la distinción de Caballero de la Legión de Honor. También encontramos al sargento Taria, un hombre alto de postura orgullosa, vestido con piel de oso y el uniforme de los Granaderos de la Guardia, que combatió entre 1809 y 1815. Las fotos fueron tomadas menos de dos décadas después de la invención del daguerrotipo, que fue presentado en París en 1839. Estas imágenes forman parte de la colección de Anne Seddon Kinsolving Brown, una historiadora estadounidense, miembro de la alta sociedad y coleccionista de recuerdos militares que falleció en 1985. Aunque no se sabe con certeza cómo llegaron a sus manos, lo cierto es que no existen muchas más fotografías anteriores a estas. Según la Maine Historical Society, el hombre más longevo jamás fotografiado fue Conrad Heyer, un veterano de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos nacido en 1749. Se cree que la fotografía fue tomada en 1852, cuatro años antes de su muerte a los 103 años. La Susquehanna County Historical Society también posee una copia de una foto de John Adams, un zapatero nacido en Worcester en 1745. Aunque esta es otra imagen de un daguerrotipo, no se sabe exactamente cuándo fue tomada, ya que el original desapareció. Existen otros dos candidatos que podrían contender por este título, pero la información es algo confusa. Uno de ellos es Baltus Stone, otro veterano de la Guerra de Independencia, cuyo año de nacimiento parece ser 1744 según un manuscrito adjunto a su retrato de 1846. Otros documentos sugieren que podría haber nacido en 1743, 1747 o 1754. El otro candidato es un esclavo llamado Caesar, quien fue fotografiado en 1851 según un registro de la New York Historical Society. En el reverso de la foto se anota que nació en Bethlehem (Nueva York) en 1737, lo que le habría dado 114 años al momento de la toma de la imagen, lo que pone en duda la autenticidad de la fecha. En 2013, cuando se descubrieron estas imágenes de los veteranos napoleónicos, Peter Harrington , comisario de la Universidad Brown, comentó: «En todos estos años ha habido algún descubrimiento memorable. Me intriga mucho cuando llega una caja con fotografías de esta colección, pues me ofrecen una ventana clara y detallada al pasado. Encontrar a estos veteranos ancianos en color sepia me fascinó. La dignidad, arrogancia e intensidad de sus poses y sus expresiones combinadas con los extravagantes trajes napoleónicos, sus pieles de oso, chacós emplumados, sombreros ushanka y espadas mamelucas, hacen que las imágenes sean verdaderamente excepcionales». Las fotos tienen un tamaño de 30 x 25 centímetros, están montadas sobre un panel rígido y llevan inscrito en el reverso, a lápiz, el nombre de cada veterano y el regimiento al que pertenecieron. Se trata de una valiosa colección de daguerrotipos, que conservan un gran número de detalles para ser tan pocos ejemplares de esa época tan temprana de la fotografía. Además, son las únicas imágenes conocidas de los supervivientes de las guerras napoleónicas, quienes aparecen con orgullo exhibiendo sus condecoraciones, sables y uniformes de campaña. «Es evidente que algunos de estos uniformes fueron arreglados por sastres de la época para que les sirvieran durante la sesión fotográfica», señala Harrington. Entre los personajes que aparecen en las fotos se encuentran figuras como un mameluco de la Guardia llamado Ducel, quien luchó junto a Napoleón entre 1813 y 1815. El propio Goya pintó a este famoso cuerpo de guerreros, conocidos por su crueldad, en su obra 'La lucha de los mamelucos en la Puerta del Sol' (1814), durante la Guerra de Independencia contra los franceses. También se encuentra el señor Moret, quien aparece sentado con un uniforme del 2º Regimiento de Húsares, una unidad de caballería ligera de origen húngaro, que sirvió a Napoleón entre 1814 y 1815. La colección incluye además a lanceros, sargentos del Regimiento de Dragones, ingenieros, cazadores montados y miembros de la Guardia Imperial, sumando un total de 15 veteranos que se pueden ver en la galería de fotos que hemos incluido en nuestra página web. Recientemente, con la nueva película de Ridley Scott , hemos sido testigos de una nueva representación de Napoleón y su ejército, que se suma a una larga lista de directores que han intentado retratar al emperador, como Milos Forman, Anthony Mann, Terry Gilliam, Andrzej Wajda, King Vidor y Woody Allen, entre otros. Napoleón también quiso dejar un legado visual de su figura y contrató a algunos de los pintores más renombrados de Francia para que lo retrataran, como en las famosas obras en Austerlitz (François Gérard, 1805) o en Berlín (Charles Meynier, 1810). Pero estas son solo interpretaciones. En estas fotos, tenemos a los verdaderos protagonistas.
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A estas alturas no cabe la menor duda que en las ansias por conquistar el mundo de Napoleón eran infinitas. Quizá el ejemplo más claro es el de Rusia . El 24 de junio de 1812, en Kovno, El emperador francés presenció el cruce del río Niemen de los primeros regimientos de su Gran Ejército. Las dimensiones de este eran tan gigantescas que sus tropas tardaron ocho días en atravesarlo por tres puentes diferentes. Entre sus soldados había italianos, polacos, portugueses, bávaros, croatas, dálmatas, daneses, holandeses, napolitanos, alemanes del norte, sajones y suizos, cada uno con sus propios uniformes y sus canciones. En la década anterior Napoleón ya había protagonizado otras campañas en Italia y Francia, y después de ser coronado en Notre Dame, continuó su asombrosa cadena de victorias en Austerlitz, Jena y Friedland. En el verano de 1812 dominaba todo el continente desde el Atlántico hasta el río Niemen, pero más allá, nada. Por eso se lanzó a por la vasta región de Rusia para extender su dominio a Asia con nada menos que 615.000 hombres de veinte naciones. No obstante, no siempre las intenciones de Napoleón fueron militares . En el fondo de su corazoncito había un aprendiz de científico, un hombre de letras, un pequeño intelectual con ganas de conocer el mundo además de conquistarlo, como quedó claro en la conquista de Egipto a finales del siglo XVIII. El corso empleó más de cincuenta mil soldados, casi cuatrocientos barcos, algo más de dos mil oficiales y unas trescientas mujeres entre esposas de militares y prostitutas embarcadas ilegalmente. Al atardecer del 1 de julio de 1798, esta flota de guerra, una de las más grandes jamás armada, puso pie en las playas egipcias de Alejandría, Rosetta y Damieta. Hasta ese momento, salvo una reducidísima élite, nadie sabía muy bien a dónde iba o qué se esperaba de ellos al otro extremo del Mediterráneo. En especial, el pequeño ejército de ingenieros, científicos, arquitectos, músicos, poetas, matemáticos, químicos, médicos, botánicos y pintores que se había unido a aquella aventura aunque no fueran a empuñar un solo arma. En apenas veinte días, parte de esos efectivos se hicieron con el control del Delta del Nilo y descendió rumbo a El Cairo. Al ver las impresionantes pirámides de Giza por primera vez, se estremecieron. Y, a continuación, bajo las sombras picudas de aquellas gigantescas moles de piedra, derrotaron a las poco organizadas hordas de mamelucos. En menos de dos horas pusieron fin a tres siglos de dominio otomano en Egipto. Cuando dirigió aquella colosal conquista, Napoleón era solo un prometedor general de solo 29 años que, en realidad, tenía en mente un propósito diferente al militar e, incluso, al de su propia gloria: aprender todo lo que pudiera de aquel país prácticamente desconocido en Europa y enseñárselo al mundo. Por eso reclutó a los mejores científicos, artistas e intelectuales de aquella Francia de la Ilustración. Esta conquista se enmarca dentro del interés que despertó en los europeos, a los largo del Siglo de las Luces, conocer el mundo y plasmarlo de la manera más científica y rigurosa posible, sin artificios, a través de dibujos y grabados que se irían perfeccionando con los años hasta desembocar en el nacimiento de la fotografía en 1839. Un viaje de descubrimiento fascinante en el que algunos ejércitos se pusieron al servicio de la ciencia y el arte, a su vez, al servicio de esta. El objetivo era mostrar, de la manera más fiel a la realidad que se pudiera, esas regiones del mundo que la mayoría de los mortales nunca podrían visitar. Hacía tiempo que Napoleón estaba obsesionado con la idea de descubrir, en su caso, Oriente. Durante el viaje se leyó el Corán y lo consideró «sublime». Y, nada más llegar a Giza, comentó fascinado: «Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan». En su afán civilizador, además, publicó una serie de decretos como nuevo gobernador de Egipto que era, con los que creó el primer sistema postal regular del país, un servicio de diligencias entre El Cairo y Alejandría, una casa de moneda para convertir el oro de los mamelucos en escudos franceses, construyó molinos de viento para elevar el agua y moler el trigo, trazó mapas e instaló las primeras lámparas de la capital. Aunque este viaje, que duró cuatro años, fue posiblemente el que desplegó un mayor poder transformador de todas las que se llevaron a cabo en la Ilustración, no fue el único. Ni siquiera el primero. El número de expediciones científicas de esa centuria fue muy superior a los efectuados en los siglos anteriores. Hubo muchas que recorrieron África, América, Asia e, incluso, los rincones más desconocidos del viejo continente. Desde exploraciones marítimas con aportaciones cartográficas, hasta astronómicas y geodésicas, pasando por naturalistas, que tenían el objetivo de enriquecer el conocimiento con nuevas especies vegetales, minerales y animales. El trabajo realizado por el ejército de sabios de Napoleón, durante su viaje por las tierras del Nilo desde 1798 hasta 1802, fue impresionante. Entre ellos estaba el matemático Gaspard Monge, fundador de la Escuela Politécnica; el barón Dominique Vivant Denon, artista que años más tarde dirigió el Museo del Louvre; el geólogo Déodat de Dolomieu, uno de los más grandes exploradores de las regiones volcánicas de Sicilia, Calabria y los Alpes; el físico Étienne-Louis Malus, que descubrió la polarización de la luz, y el químico Claude Louis Berthollet, inventor de la lejía. Un total de 167 expertos, encargados de llevar a cabo la exhaustiva investigación científica y etnográfica sobre el terreno, que fue continuada después en Francia por otro grupo de artistas e intelectuales. Todo ese trabajo dio como resultado los 23 volúmenes con textos y láminas que componen 'La descripción de Egipto'. El primero se publicó en 1809 y el último, en 1829, con el fin de catalogar todos los aspectos conocidos del antiguo y moderno Egipto, así como su historia natural. Más de dos siglos después de su publicación en Francia, hace dos años esta obra se mostró por primera vez al público con sus láminas separadas, en la exposición 'Una tierra prometida. Del Siglo de las Luces al nacimiento de la fotografía' . Una muestra ingente con una selección de más de 900 láminas, dibujos, grabados y fotografías antiguas de esta y otras expediciones científicas y culturales llevadas a cabo desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX, que se pudieron ver en el Museo Universidad de Navarra (MUM), en Pamplona.
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Cuando Pío XII murió de un inesperado infarto en 1958, todos sus documentos privados y confidenciales fueron sellados y depositados en el Archivo Secreto Vaticano . Allí permanecieron durante más de sesenta años, en los que multitud de preguntas sobre su dudoso comportamiento durante la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto quedaron sin respuesta. Con el paso del tiempo, las incógnitas aumentaron, generando un tenso y amplio debate entre los investigadores, que convirtió a Pío XII en uno de los papas más controvertidos de la historia de Roma. En 2020, estos archivos fueron, al fin, desclasificados por voluntad del Papa Francisco. Casi 16 millones de documentos en los que cuarenta funcionarios del Archivo Secreto estuvieron trabajando durante 17 años, con el objetivo de ordenar y clasificar su valioso contenido. Con esta información desconocida hasta entonces se ha podido contextualizar y esclarecer mejor el verdadero papel de Pío XII en el conflicto más devastador acaecido hasta ahora, su verdadera relación con Hitler y Mussolini y, entre otras cuestiones, la razón por la que nunca denunció el exterminio de millones de judíos. Tras el anunció del Papa Francisco , más de 200 investigadores de todo el mundo se inscribieron rápidamente para consultar la montaña de documentos referentes a Pío XII. Uno de los primeros en acceder fue el historiador estadounidense David I. Kertzer , ganador del premio Pulitzer en 2015 por un ensayo que analizaba, precisamente, las relaciones entre este Pontífice y Benito Mussolini. «La polémica sobre su conducta lleva más de medio siglo en pie. Durante este tiempo se ejerció mucha presión sobre el Vaticano para que permitiera la consulta de estos archivos, por lo que la autorización fue muy emocionante para mí, como lo fue estar allí el primer día, el 2 de marzo de 2020», reconoció a ABC. Durante los últimos cuatro años, este catedrático de la Universidad de Brown ha revisado y analizado las nuevas y cruciales fuentes. Por ejemplo, las notas escritas por setenta embajadores de la Santa Sede, los ojos del Pontífice en el extranjero; los mensajes que se intercambió con el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt ; la transcripción de las entrevistas que mantuvo con algunos dirigentes nazis para lograr un acercamiento entre sus posturas; su correspondencia personal y, entre otros, las llamadas de socorro de organizaciones judías en los países invadidos por Hitler. Además acudió a otros archivos de Italia, Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, todo con el fin de elaborar el que para muchos es uno de los relatos más exhaustivos y completos, publicados hasta hoy, de las relaciones del Vaticano con los régimenes nazi y fascista: 'El Papa en guerra' (Ático de los Libros, 2024). «En el libro, por ejemplo –apunta Kertzer–, revelo por primera vez un secreto que el Vaticano ha ocultado durante ocho décadas. Cuando el cardenal Eugenio Pacelli fue elegido Papa, Hitler vio la oportunidad de poner fin a las críticas que recibía de su predecesor, Pío XI. A través de los documentos desclasificados no solo descubrí que, para lograrlo, el 'Führer' eligió a un aristócrata nazi, Philipp von Hessen, casado con la hija del Rey de Italia, para que entablara negociaciones secretas con el Pontífice, sino también las transcripciones exactas de las conversaciones que mantuvieron en alemán y que Pío XII conservó». En uno de sus libros anteriores, 'Los papas contra los judíos' (Plaza & Janés, 2002), el premio Pulitzer señaló que el antisemitismo católico había contribuido a la legitimación del Holocausto. Ahora, a la luz de esta nueva información, reconoce que es «injusto y engañoso referirse a Pío XII como el Papa de Hitler» , tal y como ha ocurrido en las últimas décadas: «Lo cierto es que no sentía ningún afecto por el dictador nazi, puesto que le consideraba un hombre deseoso de limitar la influencia de la Iglesia católica y, además, defensor de una ideología pagana. Sin embargo, se sentía intimidado por él y nunca quiso enfadarlo. Estos nuevos archivos permiten comprender mucho mejor por qué actuó como lo hizo, sobre todo, en los primeros años de la guerra, cuando había razones para pensar que Europa caería bajo el control de Hitler». De todas forma, como uno de los representantes más ilustres de la línea crítica contra Pío XII, Kertzer tampoco cree que el Papa pueda ser declarado inocente, puesto que jamás condenó las matanzas de judíos mientras se estaban produciendo. De estas estuvo al tanto «gracias no sólo a los obispos de los territorios ocupados por los alemanes, sino también a un sacerdote romano que servía como capellán católico del Ejército italiano y que viajaba regularmente en un tren-hospital al frente oriental». Todos ellos le enviaban informes con frecuencia, los cuales se pueden consultar ahora. El Papa ni siquiera levantó la voz contra la invasión, en 1939, de un país católico como Polonia, cuyos representantes eclesiásticos le pidieron ayuda en numerosas ocasiones sin que él hiciera caso. Durante el conflicto se preocupó únicamente de defender a la Iglesia como institución y, en ese sentido, tuvo éxito. Sin embargo, según el autor, lo que no hizo fue defender los valores cristianos que le hubieran exigido enfrentarse a la opresión y al genocidio perpetrado por el Tercer Reich. Esa actitud quedó perfectamente reflejada en un detalle: antes de fallecer en febrero de 1939, Pío XI denunciaba continuamente a la Alemania nazi, a través del 'L'Osservatore Romano', por perseguir a la Iglesia católica; Pío XII, por su parte, prohibió al diario vaticano publicar artículos críticos contra el Gobierno de Hitler nada más ser elegido Papa. Kertzer cuenta que, al principio de la guerra, el cardenal Angelo Roncalli , delegado apostólico de Estambul y futuro Papa Juan XXIII , fue a reunirse con Pío XII en una ocasión. De repente, el Pontífice le preguntó sobre cómo creía él que le iba a juzgar la gente por su silencio mientras los nazis «continuaban con sus depredaciones». En ese momento, observó que al Pontífice se le llenaban los ojos de lágrimas. Se trata de uno de los pocos testimonios que se conocen acerca de la reacción que le provocaba en la intimidad la información que recibía del exterminio. Aún así, mantuvo su postura neutral y éticamente dudosa hasta el final del conflicto y en los años posteriores hasta su muerte en 1958. «Ese es uno de los fracasos más llamativos de esta historia –subraya el Pulitzer–. L a incapacidad de Pío XII para realizar un examen crítico al terminar la guerra. Tampoco quiso examinar el papel de los católicos en el asesinato en masa de los judíos en Europa y, mucho menos, pedir perdón. Llama la atención que, sin embargo, el episcopado católico alemán sí se haya disculpado por haber alentado a los católicos alemanes a servir como soldados leales en el conflicto y porque estos nunca se expresaran críticas por los asesinatos que cometieron. No hay que olvidar que muchos de estos soldados de Hitler se consideraban buenos católicos».
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Custodia la sala con sus tonos rojos y gualdos; solo le falta flamear. Y lo haría esta colosal bandera, como ya lo hizo en el corazón del océano Atlántico a comienzos del XIX, si tan solo una brizna de viento se colara en el interior de la nueva exposición del Museo Naval de Madrid . «Es la más antigua que conservamos. Perteneció al Príncipe de Asturias , el barco que luchó en la batalla de Trafalgar, en 1805», explica el capitán de navío Juan Escrigas, director del centro. Se siente uno pequeño bajo el paño por sus 6,10 metros de ancho y sus 3,90 de alto, pero también por las glorias militares que lo contemplan: su capitán, Federico Gravina ,...
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